A un paso de un mundo perfecto

—Hoy empezamos con la música —le dijo—. Vuel- ve a tocar la pieza de ayer… “Esto también es extraño”, pensó Iris mientras se sentaba en el taburete. Usualmente, el piano era lo último que se hacía en la jornada. Incluso esa tarde, por tercer jueves consecutivo, Helga llegaría a las dos. Pero antes de que llegara, sucedió algo extraño. Iris se acercó a la ventana de la sala. Faltaba poco. La institutriz aparecería en la esquina, al final de la calle, donde había una papelería que tenía unos cuadernos preciosos, ilustrados con personajes de varias fábulas. Iris se detenía siempre a mirarlos con su madre. Para ella era como la vitrina de una pastelería. Era una glotona, y Helga lo sabía. Muchas veces, juntas, regresando del parque, durante los días soleados, se detenían en una silen- ciosa contemplación de las vitrinas. Del otro lado, el negocio de madame Elena te- nía muchos admiradores. Era el más visitado del barrio. La propietaria, de origen italiano, se ha- bía casado con Serge, un señor francés con ojos azul oscuro llenos de sol. Era odontólogo. Nadie entendía por qué habían llegado a Hannover. Las vitrinas las organizaba madame Elena cada se- mana. Le gustaban los objetos artesanales: piezas únicas, irrepetibles, como sus cuadernos empas- tados, las cartucheras de lana, los diarios en cuero y lana, los lápices con rayas, los bolígrafos con las plumas, el papel de regalo pintado a mano. 19

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