A un paso de un mundo perfecto
Cada objeto tenía una tarjeta con el nombre del artesano o el artista que lo había convertido en una pieza única. Madame Elena escogía todo perso- nalmente. Conocía artesanos en todo el mundo. Le gustaba viajar. Ella también era artista. Dibujaba. Al fondo de su negocio, estrecho y largo, exhibía sus pinturas. No eran gran cosa, sinceramente. Más que todo eran casas. Nunca había personas, solo vi- viendas. En el mar, en la montaña, sobre ríos, en un lago, en la ciudad, en el campo, en el bosque, en la selva. Cambiaba la naturaleza alrededor, los colo- res, las formas, los materiales y las arquitecturas, pero siempre quedaban las casas. Sin embargo, Iris sentía curiosidad porque una vez madame Elena le contó que aquellas eran todas las casas en las que ella había vivido. —Viajo tanto, Iris —le había confiado—, para bus- car los objetos que luego vengo a vender aquí en el negocio. Entré a ver todas las casas del mun- do, y luego las dibujé. Pero solo por fuera, porque adentro encuentras los tesoros y, muchas veces, los tesoros no son amables con quien los descubre —concluyó la mujer. Iris pensó que madame Elena debía de ser así de vieja por haber visto todo el mundo. O que el mundo, al final, no fuese tan grande como parecía. Como le decía Helga. Sin embargo, madame Elena no vendía sus cuadros. —Igual no los compraría nadie —le respondió un día a Witta, que le había preguntado—. En mis 20
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