A un paso de un mundo perfecto
Así lo pensaba Iris. Su cumpleaños sería pronto. Esperaba que sus padres le regalaran el diario que madame Elena había apartado para ella, pero no sería fácil con- vencerlos. La guerra había empobrecido a todo el mundo, le repetía la madre. A propósito, ¿qué le habían regalado en la última Navidad? ¿Ya había iniciado la guerra? Por supuesto. Se acordó. Se trataba de una pieza que había vis- to donde madame Elena. Una pequeña estatua del niño Jesús esculpida en madera, sencilla y preciosa, para poner en el pesebre. Era una figura pequeña, pero tenía un rostro perfecto, parecía un niño de verdad. Ha- bía sido tallada por un artesano de Mónaco. Iris la había admirado durante meses, cada vez que entraba la buscaba. Temía que alguien la compra- ra. Un día la buscó y no la vio más. No dijo nada. Pero estuvo triste hasta cuando la encontró el día de San Nicolás. Su madre, a escondidas, se la ha- bía regalado. Los recuerdos sobre madame Elena y su negocio se desvanecieron de repente porque, finalmente, había llegado Helga. Venía jadeante. Iris la vio apa- recer en la esquina de la calle, con veinte minutos de retraso. Eso nunca antes había pasado. “¿Será que Doris está mejor?”, se preguntó la niña. En ese momento notó que madame Elena tenía cerradas las persianas. No se había dado cuenta. 23
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