A un paso de un mundo perfecto
Extraño. Estaba realmente cerrado. Claro, a las dos y veinte de la tarde ningún negocio estaba abierto. Pero madame Elena jamás cerraba las persianas, porque habitualmente llegaba Serge a las doce y media y comían juntos en la trastienda del negocio. El esposo regresaba al trabajo, su consultorio que- daba cerca, y ella abría de nuevo hacia las tres. Desde la ventana, Iris vio un cartel colgado en la persiana, pero no alcanzó a leerlo. Helga pasó al lado del negocio, se detuvo a mirar el cartel. Luego siguió, pero no levantó la mirada para saludar, como de costumbre, a Iris. La niña fue a recibirla en la puerta. Las preguntas iniciaron antes de que Helga en- trara a la casa. —¿Qué dice el letrero en la tienda de madame Elena? ¿Por qué está cerrado? ¿Cuándo vuelve a abrir? Helga le respondió: —Dame un momento, Iris. Entró. Saludó a la niña y a Witta. Pidió excusas por la tardanza. —Helga, ¿por qué cerró madame Elena? ¿Está enferma? —insistía Iris, viendo que la institutriz no respondía a sus preguntas—. ¿Qué leíste? ¿Dice cuándo va a volver a abrir? —No volverá a abrir, Iris. —¿Cómo? ¿Por qué? — Madame Elena es judía —respondió Helga con sencillez—. No puede tener un negocio. Lo 24
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