Lectora de sueños

12 Volvió a asentir. —Supongo que querrías mi opinión. ¿No deseas entrar para discutirlo? Balbuceó algo de avisar en casa, de tareas por cumplir. —Bueno, podemos dejarlo para más tarde. Diga- mos a las seis. ¿Te parece bien? ¿Habrás terminado tus obligaciones a esa hora? Chloé volvió a mover maquinalmente la cabeza y se dirigió temblorosa hacia su casa. No pudo ha- cer ninguna tarea. No pudo probar bocado. Le dijo a su madre que tenía una cita con A. O. (“Te salis- te con tu gusto”, fue la respuesta, seguida de una tierna sonrisa), y esperó desesperadamente a que fueran las seis de la tarde. No lo pudo soportar. Siete minutos antes se en- contraba frente a la puerta de A. O. No tuvo tiempo de tocar: A. O. abrió la puerta como adivinando que Chloé se encontraba allí. —Me gusta la gente puntual —comentó. Ya dentro, la joven tuvo que controlarse para no lanzar un grito de emoción. La casa de A. O. parecía una biblioteca. Había libros por todos lados. Incluso en los peldaños de la escalera. Para una lectómana como ella, eso equivalía a encontrarse en el paraíso. Se instalaron en un pequeño salón. —Así que este poema te valió un premio. Chloé dijo que sí con la cabeza. A. O. sonrió. —¿Sabes escribir a falta de hablar? La joven se sonrojó.

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