Lectora de sueños

11 Por eso, ahora que por una milagrosa coinciden- cia tenía la oportunidad de conocer a una verdade- ra escritora, no la dejaría pasar. Lo primero que hizo la gran A. O. fue una fies- ta a la cual invitó a todos sus vecinos. Los padres de Chloé fueron solos (“¡Claro que no puedes ir! Es una fiesta para adultos”) y durante semanas no dejaron de comentar las personalidades a las que conocieron: políticos, actores… junto con la gente más rara del mundo, quienes decían ser pintores, poetas y otros bichos más. Eso solo acrecentó la cu- riosidad y la desesperación de Chloé por conocerla. Un lunes se atrevió a lo impensable. Pasó muy temprano por la casa de A. O. camino a la escuela, y sin hacer ruido, dejó uno de sus poemas en el bu- zón del correo. Ese que había ganado un concurso interescolar. Por la tarde, A. O. se encontraba de pie ante la reja del jardín de su casa. Chloé tenía que pasar frente a ella y se puso nerviosa. Seguramente había leído el texto. ¿Y si no le gustó? ¿Y si…? Trató de simular no verla, pero la mujer se dirigió a ella. —Jovencita, acércate, por favor. Ella avanzó unos pasos, como si no la hubiese escuchado. —Jovencita, te estoy dirigiendo la palabra. Se detuvo en seco y giró para verla. —Tú eres Chloé, ¿no es cierto? Ella asintió muda, las piernas le temblaban. —Y me dejaste este poema por la mañana.

RkJQdWJsaXNoZXIy MTkzODMz