La mosca
habría necesitado un poco de tiempo, sólo algunas ho- ras para convencerlo de que estaba equivocado, unos cuantos minutos para demostrarle que la vida valía la pena vivirla, unos instantes para pedirle disculpas. De repente, una mosca importuna le saltó a la cara, de la cara a las manos y del cuello a la cara, una mosca pesa- da, que volaba por todas partes y que hizo que Isona se irritara aún más. Estaba muy enfadada con Marc, tanto que hubiera escupido sobre su tumba. Salió la última nota de su instrumento y sus dedos finalmente se de- tuvieron. Abrió los ojos llenos de lágrimas. Contempló a todos los presentes. Alguien dedicaba unas palabras al difunto. Isona no podía más, el violín y el arco se le resbalaron de las manos. Salió corriendo, espantando a la mosca. Tenía ganas de vomitar. Volaba y volaba para que el aire le diera en la cara, quería escapar pero no podía huir de sus pensamien- tos. De repente se dio cuenta de que alguien con un pa- raguas negro la seguía. Se asustó y aceleró el paso. El paraguas estaba cada vez más cerca. Estaba cansada, débil; sin embargo, continuó corriendo, no quería que la atraparan. De pronto resbaló y cayó al suelo. Ahora sí que la había hecho buena. Intentaba sobreponerse. Demasiado tarde. —¿Te encuentras bien? —le preguntó un muchacho que salió de debajo del paraguas negro y la ayudaba a ponerse de pie—. ¿Por qué corrías? 12 La m o s ca. Aco s o e n l a s a u l a s Ge m m a Pa s q u a l i Es c r i v à
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