TA_LasMaletasDeAuschwitz
Carlo tenía nueve años y no se sentía un niño en absoluto. Y jamás habría renunciado a mirar los trenes que entraban en la estación: ese era el mo mento mágico, el instante preciso en que el tren se anunciaba con el solo rumor de los raíles y el silbi do potente. Entonces la estación se quedaba muda, todo se detenía: las voces, los gritos, las risas. Todo enmudecía. Silencio. Carlo divisaba de lejos el tren que entraba en la estación y lo veía hacerse grande de repente, poderoso e invencible. Era un instante, una milésima de segundo, pero parecía eterno. Des pués se rompía la espera y todo volvía a ser como antes. Sin embargo, a pesar de ello, ese instante era fenomenal, inigualable. “Vamos, ponte en tu sitio y no molestes —le decía su padre—. Si ves que no te lo quieren dar, no insis tas, ¿de acuerdo?”. “Sí, papá, puedes estar tranquilo. Lo sé, lo sé”. Carlo se ponía siempre al final del vagón número seis. Era Antonio quien se lo había sugerido. “Es el estratégico, Carlo, acuérdate. Los pasajeros de los primeros vagones ven la salida a un paso y se ponen nerviosos si alguien se les pone en medio cuando bajan, porque ya querrían estar fuera. Desde el sexto vagón hacia atrás la salida se presenta distante. Las personas bajan del tren y van resignadas: saben que deben hacer un buen trecho de camino para salir y, si no llevan mucha prisa por algún motivo particu lar, se dirigen tranquilas hacia la salida. Tú espera y 25
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