Comprensión lectora 5 Unidad 1

10 ©EDUCACTIVA S.A.C. Prohibido fotocopiar. D.L. 822 La torre de Babel La reina Nitocris debió de ser un verdadero genio, un ejemplo de soberana inteligente, dotada para el mando y la estrategia. Encauzó el curso del Éufrates, estableció una red complicadísima de canales para impedir que las flotas enemigas llegaran hasta Babilonia e hizo construir con el barro extraído un puente de ladrillos sobre el río, cuyas planchas se retiraban cada noche “para que, en la oscuridad, los ciudadanos no cruzaran el río y fueran a robarse unos a otros”. Poco antes de morir ideó un ardid. Sobre su tumba hizo escribir en caracteres cuneiformes la siguiente frase contradictoria: “Si algún día uno de mis descendientes necesita dinero, abra mi tumba y saque lo que le haga falta; pero solo deberá abrirla si se halla en un verdadero apuro, porque, de lo contrario, lo pasará muy mal”. Los sucesores, supersticiosos como todos los babilonios, debieron de echar más de una mirada codiciosa a aquella tumba, pero, por prudencia, no la tocaron. Más tarde, el conquistador Dareiawosh, al que hoy llamamos Darío, derribó la puerta de la tumba, no porque estuviera necesitado de dinero, sino porque creyó que era antieconómico dejar que la fortuna privada de la reina Nitocris se pudriera inútilmente en una oscura catacumba. Hizo registrar la tumba, buscó por todos los rincones, pero no encontró ni una sola moneda, sino únicamente un ladrillo de barro con la firma de la difunta soberana, que decía: “Si no fueras el más ladrón y el más codicioso de todos los hombres, no habrías profanado esta tumba”. No sabemos cuál fue la reacción del rey Darío; aparte de esta anécdota, no sabemos nada más de la reina Nitocris. Solo conocemos al autor de la historia: Heródoto. Investigadores posteriores de la antigua Babilonia, la “Puerta del Señor”, han envidiado más de una vez a Heródoto, según han confesado en cartas y cuadernos de notas. Efectivamente, allí donde Robert Koldewey cuando, en 1900, fue en busca de la Babilonia histórica, solo encontró un desierto triste y estéril, aullidos de chacales y hostiles tribus de beduinos, había, en tiempos del explorador griego, buenas carreteras, plazas fortificadas y lugares hospitalarios y cómodos donde pararse a descansar. Y, como escribe el arqueólogo americano Edward Chiera, allí donde “reina actualmente la muerte”, donde solo se ven montones de escombros, colinas de tierra y profundas zanjas producidas por excavaciones de nuestro siglo, las cuales indican el lugar donde estuvo situada en otro tiempo la ciudad más impresionante del mundo, se podía admirar entonces aún una magnífica muralla doble con cien puertas, seiscientas torres, suntuosos templos llenos de columnas de oro y de extraños relieves con figuras humanas y de animales, elegantes casas con tres o cuatro azoteas, jardines sombreados y bosques de palmeras; y, sobre todo, el “ombligo del mundo”, es decir, el gran templo de Etemenanki, el zigurat de Babilonia, la “casa que sostiene los cimientos del cielo y de la tierra”. Lectura 3

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